Enviado por Juanmari a través de Google Reader:
Algunas fotos son llanas. En su condición de pura evidencia no necesitan gritar o llamar la atención. Son apenas un susurro que parece decir: "nada más, esto es". Se acercan a la blancura que erradica el artificio heredado de la infección del neo realismo que propagan la publicidad y la mercadotecnia.
Me gustan los fotógrafos que no se someten a la fácil indulgencia del grito, que no recrean el imaginario de nuestro tiempo abyecto, que no se se obstinan en el híper procesado digital con pertinacia de yonquis.
No me importa si el origen de una foto es un negativo de película o un cúmulo de bits. Me importa que la foto sea algo más que imagen, quiero, como reclamaba Kafka, que "enturbie la vida".
Betina La Plante se dedica a la fotografía desde la adolescencia. Nacida en Argentina, estudiante de arte dramático en Roma, amiga de Elliot Erwitt en Nueva York y conocedora de los cuartos oscuros donde manda la pericia artesana, no oculta que se siente "seducida por la inmediatez de lo digital".
Sus fotos, sin embargo, no están manchadas –o, al menos, no manchadas del todo– por esa frecuente aceptación de la realidad mediante un laborioso e infértil trabajo de manipulación mediante alguno de los muchos softwares que nos engatusan ofreciendo genio a cambio de filtros.
Aquí, por ejemplo, la desaturación selectiva del color es una disposición escenográfica natural: la revelación del rojo apasionado de las suelas. La foto –titulada París París– es un tránsito, un intento de condensar un recuerdo, el de una noche de baile, buena compañía y seducción. "Quería hablar de sofisticación, elegancia. Quería hacer una foto sexy sin ser obvia, una foto llena de promesas y anticipación", explica Betina.
Si lo más temible para un fotógrafo, de acuerdo con Cartier-Bresson es "lo pergeñado artificialmente", la artista, incluso moviéndose en el quebradizo terreno de lo simbólico (escaleras, curvas, tobillos), solventa con desparpajo los tópicos. El momento está abierto y el color no es un mero blanco y negro tintado sino forma, noción y presentimiento.
La mirada de Jack es de otro temple. La primera vez que vi este retrato –el hijo mayor de Betina– pensé en la condición universal de la adolescencia: el ojo que se enfrenta y la boca que se retrae, la juventud como reino perdido de Cavafis (qué breve espacio, qué breve espacio) y, al tiempo, como tránsito doloroso (la imagen de mi cuerpo joven / vino y me trajo también las cosas tristes).
Ahora la fotógrafa abandona lo alegórico y se confabula con el sujeto, quizá como sólo pueden hacerlo una madre y su hijo. La viva luz del crepúsculo ("Jack parecía dorado"), la confianza ("era totalmente consciente de mi presencia"), el corte hemisférico como frontera ("quería concentrar la foto en el ojo, en la luz y la sombra sobre la mirada"), el grano extremado…. Todo es comunión.
Nunca he terminado de creer aquellas instrucciones legendarias que Walker Evans –bastante dado, como cualquiera con dos dedos de frente, a contradecirse– formuló en 1930 para hacer una buena foto: "Focal 9 en la acera sombreada, focal 45 en la soleada. Velocidad, 20. Coge la cámara. Dispara".
Frente a fotos como ésta (John Doe, Juan Nadie, la titula Betina) pienso que Evans tenía bastante razón. Miras, ajustas, click. Lo demás se lo dejas al destino, la tristeza, el gozo, la presencia que has tenido la suerte, por instinto o accidente, de certificar…
El apuesto "hombre de bronce" del retrato callejero es un newyorker que se dejaba mecer por la tarde otoñal, conversando con un amigo. Betina se colocó frente a él y escribió la última línea de un poema que ya se había iniciado.
Cuando viajo por las sencillas y hondas fotos de esta argentina –que ahora prepara una exposición en California, donde vive, y otra en Buenos Aires– me apetece mandar a paseo las interpretaciones de Susan Sontang sobre la fotografía como toma de posesión (a los marxistas, ya se sabe, les encanta la jerigonza bélica) o acto de voyeurismo crónico. Las fotos son, siempre, una danza turbia.
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